lunes, 22 de julio de 2013

Una India que manda y otra que no cuenta


Cuando llegamos a Delhi son las 12 de la noche. Desde las 5 en danza. Casi un día para llegar hasta aquí. Un día para caminar los 9.000 kilómetros que separan Madrid y Delhi. En el aeropuerto nos espera Sushil, un chico sonriente y educado al que se le aprecian las ganas de querer agradar. La bofetada que nos da el calor al salir del abrigo del aire acondicionado aeroportuario es importante. En el hotel nos reciben con guirnaldas de flores y una bebida refrescante sin alcohol.


Te esperas que en algún momento haga su aparición ese gran cambio anunciado, ese revuelo de tripas que confirme que te has ido muy lejos en la historia. Sin embargo, nada responde de inmediato a esa expectativa previa de ir a pisar un mundo diferente. Tampoco los primeros pasos por suelo indio nos producen esa sensación. La visita a la espectacular mezquita de Jama Masjid resulta de gran interés, pero tampoco nos acerca al efecto mágico esperado. La cosa empieza a cambiar de manera sustancial cuando nuestro Sushil decide llevarnos andando por las calles de la vieja Delhi hasta el Fuerte Rojo. Durante el paseo empezamos a sentir el contacto carnal con la India real y empiezan a aflorar esos marcados contrastes de los que hablan los que antes han estado por aquí. Hace un calor duro, impertinente, grosero, los olores se hacen intensos y vemos que la contaminación de todo tipo se ha adueñado de la calle. Tocar de cerca la miseria, palpar el hacinamiento mientras caminas, convivir con el ruido, el desorden, la mugre, la gente que vive en la calle, las montañas de basura, las vacas desnutridas, la destrucción, te pone por fuerza en el sitio y ya empiezas a percibir que te has ido muy lejos. Después, poco a poco, a la vista de esos hermosos castillos, de esos palacios de ensueño, de esas vidas suntuosas de los maharajás y de esas sonrisas sinceras de los más desfavorecidos, te das cuenta de que aquello es persistente y de que lleva camino de convertirse en una pesadilla apasionante o en un bello sueño difícil de digerir. A partir de ahí empiezas a pensar que puede ser verdad aquello que has oído de que la India no es un país para todo el mundo.

En el autocar alguien comenta que el 42% de la población de la India es oficialmente pobre ya que vive con menos de 1,25 dólares diarios, que es lo que marca el umbral de la pobreza y que si ascendemos hasta los 2 dólares, se queda por debajo el 75% de la población, lo que resulta verdaderamente alarmante ya que supone un total de 800 millones de personas. Después damos una vuelta en autocar por la Nueva Delhi, Palacio Presidencial, Parlamento, Puerta de la India.

Mientras visitamos la tumba de Humayum y admiramos los 72 metros de la espectacular Qutur Minar, hablo con Jesús acerca de lo chocante que resulta para nosotros vivir de cerca el contraste entre Delhi y Nueva Delhi, entre la India que manda y la que no cuenta, entre la opulencia y la cochambre, mientras que los nativos parecen asumirlo sin grandes problemas. Creemos percibir en la gente una especie de resignación innata a la que no estamos acostumbrados, una  conformidad sorprendente con el destino cruel que les ha tocado vivir a los más miserables. En contra de lo que suele suceder en las aglomeraciones de población en la mayoría de países con pocos recursos, en Delhi no se oyen gritos en la calle, ni hay disputas, ni gente enzarzada en grandes discusiones. Aunque no sabemos gran cosa sobre el tema aventuramos que debe de tener mucho que ver con las castas. El mundo occidental es más rebelde ante una gigantesca brecha entre ricos y pobres porque estamos convencidos del carácter determinante de la economía, de que la alteración de la tendencia, la vuelta a la tortilla, la podríamos lograr con un esfuerzo añadido que nos permitiese adquirir un incremento sustancial del patrimonio o de los recursos para poder mejorar nuestro estatus y consumir más. Aquí todas esas disquisiciones quedan por fuerza aparcadas. El problema real parece eclipsado porque las diferencias se achacan exclusivamente a la cuna. Y eso es inmutable. Esto parece que es y que seguirá siendo así. Posiblemente la única vía de cambio surja precisamente a través de las aglomeraciones urbanas. Es innegable que en las grandes ciudades las relaciones personales son cada vez más superficiales y quedan cada vez más diluidas. Por tanto, cabe la posibilidad de que las marcas imborrables que la casta impone al individuo en la India rural se vayan difuminando poco a poco en la India urbana, ya que en ella quedan sensiblemente mermadas las posibilidades de adscribir a una persona a una casta determinada.

Siempre se ha querido establecer una clara diferencia entre las castas y las clases sociales del mundo occidental. Resulta fácil pensar que se ha hecho de manera totalmente interesada y, además, puede que no sean tantas o que empiecen a desdibujarse con el paso inexorable de los tiempos. Es esperable que en la India actual, la India sobrepoblada, la India de las grandes ciudades, se estén empezando a incubar cambios. Quizás comience a aflorar esa lucha necesaria con el destino cuando la identidad de las castas se vaya quedando en unos rasgos o unos caracteres menos hereditarios y más fácilmente asimilables. Cada vez en mayor medida la pertenencia a la casta viene marcada por la calidad de las ropas y por el color de la piel. Mejorar económicamente puede permitir acceder a vestimentas más caras y mejores, lo que tiende a reducir el tamaño de la brecha. Por otra parte, cada vez abundan más esas maravillosas cremas blanqueadoras que permiten a los castigados laboral y socialmente por el sol presumir de una tez suave y blanquecina, de la que hasta ahora solo eran merecedoras las castas privilegiadas o las clases sociales altas.  


Nosotros hemos tardado cerca de un día en recorrer los nueve mil y pico kilómetros que hay de Madrid a Delhi. Los indios llevan muchos siglos para recorrer sin éxito la distancia entre Delhi y Nueva Delhi.

lunes, 15 de julio de 2013

Muy cerca del primer tropiezo

Nos hemos puesto en funcionamiento a las 5 de la mañana para estar en Barajas a las 7. Nos espera un viaje interesante. Al menos tenemos el convencimiento de que puede  llegar a serlo. Tanto Teresa como yo hemos dormido muy poco pero las expectativas compensan el esfuerzo. Yo he tardado mucho en decidirme porque voy otra vez a Benín en agosto, pero al final he decidido irme también a la India. El autobús va dejando atrás a buen ritmo la avenida de América, camino del aeropuerto, en un Madrid que, a esas horas, a los dos se nos antoja agradable sin la amenaza agobiante del tráfico habitual. Nos hemos sentado ocupando los primeros asientos del lado izquierdo en el autobús, justo detrás del conductor. El color abrasador del tempranero disco solar anuncia sin lugar a dudas las malsanas intenciones del astro rey. No ha hecho más que insinuarse en el horizonte y ya se aprecia su interés en emplearse a fondo. 

Todavía no son las siete de la mañana y ya una especie de euforia madrugadora flota en  medio de nuestra conversación. Pensamos en la India que nos espera. Teresa rememora con envidiable precisión sus primeras lecturas infantiles en la escuela de su pueblo y pone en evidencia las dificultades que su excesivo pudor le ha planteado al tener que pedirle permiso a su directora para poder iniciar un día antes de sus vacaciones oficiales este viaje a la India con el que hacía tiempo soñaba. Yo le hablo de las expectativas gráficas que he depositado en el viaje. Casi sin querer el autobús se detiene en la parada del aeropuerto. Tan enfrascados estamos en la conversación ni siquiera nos hemos enterado. Descienden algunos pasajeros. El trasiego interrumpe momentáneamente la animada charla. Delante de nosotros el corpulento hombre uniformado observa atentamente los movimientos de los viajeros, esperando poder reanudar la marcha. Con la cabeza girada hacia atrás y la vista clavada en la puerta por la que desciende la gente no se percata de que el autobús comienza a moverse. Nos quedamos de piedra. No se entera. Avanzamos a velocidad moderada pero la trayectoria nos lleva inexorablemente contra otro autocar aparcado delante de nosotros. Y lo peor era que el hombre sigue sin enterarse. Ciertamente el impacto no se presume brutal ni tampoco inmediato. Aún queda un pequeño margen de maniobra pero es imposible que el hombre, volteado de espaldas al sentido de la marcha, tenga tiempo suficiente para percatarse y salir airoso de la situación. Teresa no puede evitarlo. Un imperativo “¡Eh! ¡Oiga! ¡usted!  sale con potencia de su garganta, a la vez que clava desafiante e inquisitiva su mirada en el chofer. El tipo, que en ningún momento hace amago de girarse para mirar hacia la carretera, parece no entender nada. Se levanta de su asiento despreocupándose totalmente de la carretera mientras el autobús sigue inmutable su fatídica marcha. Al incorporarse para dirigirse hacia nosotros descubrimos con sorpresa sentado detrás de él al verdadero conductor del autobús, al que tapaba totalmente con su cuerpo cuando estaba sentado. Dígame, señora, ¿le puedo ayudar en algo? –dice el hombre con cara de circunstancias, sin saber cómo interpretar la intervención de Teresa.

Ella no sabe dónde esconderse tras la metedura de pata. Se nota perfectamente cómo un rubor ingobernable colorea sus mejillas. Traga saliva y respira tan hondo como puede. Los siguientes dos eternos segundos de silencio son suficientes para permitirle salir airosa del envite. 

- No, perdone, era solamente para preguntarle si la parada de la T2 es ésta o la siguiente.